Poema de amorosa raíz Antes que el viento fuera mar volcado, que la noche se unciera su vestido de luto y que estrellas y luna fincaran sobre el cielo la albura de sus cuerpos. Antes que luz, que sombra y que montaña miraran levantarse las almas de sus cúspides; primero que algo fuera flotando bajo el aire; tiempo antes que el principio. Cuando aún no nacía la esperanza ni vagaban los ángeles en su firme blancura; cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios; antes, antes, muy antes. Cuando aún no había flores en las sendas porque las sendas no eran ni las flores estaban; cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas, ya éramos tú y yo. |
El orbe de la danza Mueve los aires, torna en fuego su propia mansedumbre: el frío va al asombro y el resplandor a música es llevado. Nadie respira, nadie piensa y sólo el ondear de las miradas luce como una cabellera. En la sala solloza el mármol su orden recobrado, gime el río de ceniza y cubre rostros y trajes y humedad. Cuerpo de acontecer o cima en movimiento, su epitafio impera en la penumbra y deja desplomes, olas que no turban. Muertas de oprobio, en el espacio dormitan las familias, tristes como el tahur aprisionado, y añora la mujer adúltera la caridad de ajena sábana. Bajo la luz, la bailarina sueña con desaparecer. |
Monólogo del viudo Abro la puerta, vuelvo a la misericordia de mi casa donde el rumor defiende la penumbra y el hijo que no fue sabe a naufragio, a ola o fervoroso lienzo que en ácidos estíos el rostro desvanece. Arcaico reposar de dioses muertos llena las estancias, y bajo el aire aspira la conciencia la ráfaga que ayer mi frente aún buscaba en el descenso turbio. No podría nombrar sábanas, cirios, humo ni la humildad y compasión y calma a orillas de la tarde, no podría decir "sus manos", "mi tristeza", "nuestra tierra" porque todo en su nombre de heridas se ilumina. Como señal de espuma o epitafio, cortinas, lecho, alfombras y destrucción hacia el desdén transcurren mientras vence la cal que a su desnudo niega la sombra del espacio. Ahora empieza el tiempo, el agrio sonreír del huésped que en insomnio, al desvelar su ira, canta en la ciudad impura el calcinado són y al labio purifican fuegos de incertidumbre que fluyen sin respuesta. Astro o delfín, allá bajo la onda el pie desaparece, y túnicas tornadas en emblemas hunden su ardiente procesión y con ceniza la frente me señalan. |
El viaje de la tribu Otoño sitia el valle, iniquidad desborda, y la sacrílega colina al resplandor responde en forma de venganza. El polvo mide y la desdicha siente quien galopa adonde todos con furor golpean: prisionero asistir al quebrantado círculo del hijo que sorprende al padre contemplando tras la ventana obstruida por la arena. Sangre del hombre víctima del hombre asedia puertas, clama: "Aquí no existe nadie", mas la mansión habita el bárbaro que busca la dignidad, el yugo de la patria interrumpida, atroz a la memoria, como el marido mira de frente a la mujer y en el cercano umbral la huella ajena apura el temblor que precede al infortunio. Hierro y codicia, la impotente lepra de odios que alentaron rapiñas e ilusiones la simiente humedece. Al desafío ocurren hermano contra hermano y sin piedad tornan en pausa el reino del estigma: impulsa la soberbia el salto hacia el vacío que al declinar del viento el águila abandona figurando una estatua que cayó. Volcada en el escarnio del tropel la tarde se defiende, redobla la espesura ante las piedras que han perdido los cimientos. Su ofensa es compasión cuando pasamos de la alcoba dorada a la sombría con la seguridad de la pavesa: apenas un instante, relámpago sereno cual soldado ebrio que espera la degradación. De niños sonreímos a la furia confiando en el rencor y a veces en la envidia ante el rufián que de improviso se despide y sin hablar desciende de la bestia en busca del descanso. El juego es suyo, máscara que se aparta de la escena, catástrofe que ama su delirio y con delicia pierde el último vestigio de su ira. Vino la duda y la pasión del vino, cuerpos como puñales, aquello que transforma la juventud en tiranía: los placeres y la tripulación de los pecados. Un estallar alzaba en la deshonre el opaco tumulto y eran las cercanías ignorados tambores y gritos y sollozos a los que entonces nadie llamó "hermanos". Al fin creí que el día serenaba su propia maldición. Las nubes, el desprecio, el sitio hecho centella por la amorosa frase, vajilla, aceite, aromas, todo era un diestro apaciguar al enemigo, y descubrí después sobre el naufragio tribus que iban, eslabones de espuma dando tumbos ciegos sobre un costado del navío. |