Elegía A veces me dan ganas de llorar, pero las suple el mar. |
Pausas I ¡El mar, el mar! Dentro de mí lo siento. Ya sólo de pensar en él, tan mío, tiene un sabor de sal mi pensamiento. |
Muerte sin fin (fragmentos) Lleno de mí, sitiado en mi epidermis por un dios inasible que me ahoga, mentido acaso por su radiante atmósfera de luces que oculta mi conciencia derramada, mis alas rotas en esquirlas de aire, mi torpe andar a tientas por el lodo; lleno de mí —ahito— me descubro en la imagen atónita del agua, que tan sólo es un tumbo inmarcesible, un desplome de ángeles caídos a la delicia intacta de su peso, que nada tiene sino la cara en blanco hundida a medias, ya, como una risa agónica, en las tenues holandas de la nube y en los funestos cánticos del mar —más resabio de sal o albor de cúmulo que sola prisa de acosada espuma. No obstante —oh paradoja— constreñida por el rigor del vaso que la aclara, el agua toma forma. En él se asienta, ahonda y edifica, cumple una edad amarga de silencios y un reposo gentil de muerte niña, sonriente, que desflora un más allá de pájaros en desbandada. En la red de cristal que la estrangula, allí, como en el agua de un espejo, se reconoce; atada allí, gota a gota, marchito el tropo de espuma en la garganta, ¡qué desnudez de agua tan intensa, qué agua tan agua, está en su orbe tornasol soñando, cantando ya una sed de hielo justo! ¡Mas qué vaso —también— más providente éste que así se hinche como una estrella en grano, que así, en heroica promisión, se enciende como un seno habitado por la dicha, y rinda así, puntual, una rotunda flor de transparencia al agua, un ojo proyectil que cobra alturas y una ventana a gritos luminosos sobre esa libertad enardecida que se agobia de cándidas prisiones! IV ¡Oh inteligencia, soledad en llamas, que todo lo concibe sin crearlo! Finge el calor del lodo, su emoción de sustancia adolorida, el iracundo amor que lo embellece y lo encumbra más allá de las alas a donde sólo el ritmo de los luceros llora, mas no le infunde el soplo que lo pone en pie y permanece recreándose en sí misma, única en Él, inmaculada, sola en Él, reticencia indecible, amoroso temor de la materia, angélico egoísmo que se escapa como un grito de júbilo sobre la muerte —¡oh inteligencia, páramo de espejos! helada emanación de rosas pétreas en la cumbre de un tiempo paralítico; pulso sellado; como una red de arterias temblorosas, hermético sistema de eslabones que apenas se apresura o se retarda según la intensidad de su deleite; abstinencia angustiosa que presume el dolor y no lo crea, que escucha ya en la estepa de sus tímpanos retumbar el gemido del lenguaje y no lo emite; que nada más absorbe las esencias y se mantiene así, rencor sañudo, una, exquisita, con su dios estéril, sin alzar entre ambos la sorda pesadumbre de la carne, sin admitir en su unidad perfecta el escarnio brutal de esa discordia que nutren vida y muerte inconciliables, siguiéndose una a otra como el día y la noche, una y otra acampadas en la célula como en un tardo tiempo de crepúsculo, ay, una nada más, estéril, agria, con Él, conmigo, con nosotros tres; como el vaso y el agua, sólo una que reconcentra su silencio blanco en la orilla letal de la palabra y en la inminencia misma de la sangre. ¡Aleluya, aleluya! |